Esto de ser profesor de teología es todo un reto. Empecé en el seminario dando clases de Griego. Esa es una clase segura. Se enseña morfología y sintaxis -nadie refuta el porqué alpha es alpha y no beta ni gamma, nadie se ofende porque un caso es nominativo. Todos los alumnos están felices a pesar de las tareas: practican su caligrafía de las letras griegas, memorizan y traducen. Aunque "siempre hay uno", como diría mi maestro McKernon, un alumno siempre inconforme con todo, que no le gusta la materia, que no le gusta como la imparte el profesor, que no le gusta que un caso sea dativo y no acusativo ni que la beta sea beta, que incluso se molesta porque la forma de la dzeta debiera ser como a él le sale y no como es en sí, y que al final del semestre se "desquita" en la evaluación docente. Es lo normal, "siempre hay uno". Pero tratándose de teología es otro asunto totalmente diferente.
Siguiendo a Rubem Alves, el semestre pasado quería que el pájaro volara libre. Me refiero a aquel relato en el que el teólogo y psicoanalista, pedagogo, filósofo y poeta, nos cuenta cómo a veces, casi siempre, queremos tener a Dios como un pájaro enjaulado, que no se salga de nuestra manera de concebirlo, de pensarlo, acorde a nuestra propia experiencia y denominación, de nuestra jaula en la que lo hemos confinado a permanecer cautivo. Pero a ese pájaro no le gusta la prisión, le gusta volar libremente y de vez en cuando se deja ver, y habla, y nos cuenta lo que ha conocido en su viaje, lejos de la tierra donde nuestra vista es limitada y apenas observa un poco del basto horizonte. Así es cuando entonces conocemos verdaderamente al pájaro y lo dejamos ser tal como él es, libre; sin que le digamos cómo debe ser, cómo debe cantar, cómo y en dónde puede estar o no.[1]
Pues ese era mi objetivo, ser un libertador: un libertador del pájaro encantado. ¿Cómo lograrlo? Lo intenté por medio de enseñarles lo que dicen los libros sagrados de ornitología, tuvimos cerca de cuarenta sesiones, comprendiendo trece lecciones principales, sesenta horas en total. Fue una tarea sumamente desgastante, pues nadie quiere dejar libre al pájaro que tantos años ha tenido enjaulado: es un bello adorno y a veces se disfruta de su canto, siquiera pensar en darle libertad les resulta inquietante: "¿Y si lo dejo ir y me muestra que no era el pájaro que yo creía que era?". Era algo muy arriesgado.
Por eso, algunos los encerraron en jaulas aún más reformadas, digo, reforzadas: "Es que el pájaro predestina a los que le han de ofrecer una bonita jaula", algo así fue la soldadura que le pusieron. Otros, como alguien dijo, lo dejó salir pero con su pata atada para que no se fuera tan lejos, según esta persona yo así le enseñé. Al contrario, que ella no haya querido dejarlo ir fue su decisión. De hecho, cada uno tomó su decisión, no sin antes molestarse conmigo por hacerles ver tal crueldad y tildarme incluso de ser ornitólogo de la liberación.
Pero otros, sólo unos pocos, pudieron apreciar el vuelo del ave libre surcando los cielos y disfrutar de esas nuevas aventuras contadas por ella. Aprendieron la contemplación de la libertad, del ave que viaja junto con el viento que sopla de donde quiere y adonde quiere. Se liberaron a sí mismos de esas jaulas.
Reflexionando al respecto, mi problema fue que quise abrir sus jaulas cuando eso no me correspondía. Cada uno debía de llegar a esa decisión y dejar libre al pájaro por voluntad propia. Me molesté, me indigné: ¿por qué alguien querría seguir teniendo un pájaro enjaulado?, ¿por qué no dejarlo en libertad?, ¿por qué no amarlo y gozarse con su ser libre?, ¿por qué conformarse con tenerlo de adorno siempre?, ¿por qué querer un pájaro domesticado? Creo que al final, de un modo u otro, se hicieron a sí mismos estas preguntas y quizás más adelante abran las rejas y sean libres -eso espero.
Con ello, después de casi diez años, entendí a otro de mis maestros, el Dr. Suazo, y su "teología del qué me importa". Pues, si ellos son felices con su pájaro enjaulado, ¿qué me importa? Si ese pájaro, aprisionado y todo, sigue cantando y les habla, qué me importa. Les mostré la ornitología de los libros sagrados, pero prefirieron mejor su experiencia y su propia ornitología, sí, aquella que reza "más vale pájaro en mano que ciento volando".
Por eso ahora, en este semestre, prefiero enfocarme en los gatos. Esos, de los que nos habla Anthony de Mello: Pues así cuenta el relato del gurú que, al haber un gato negro que aullaba y chillaba mientras él predicaba, mandó que se atara para que sus discípulos le pudieran prestar atención. El gurú murió, pero los discípulos pensando que así era como debía celebrarse el culto, continuaron atando al pobre gato. Luego aquél gato murió, pero perpetuaron la tradición año con año, decenio tras decenio, siglo tras siglo. Y aunque ahora nadie recuerda porqué debe haber un gato negro atado mientras se celebra el culto, ahí debe de estar, pues así es como se enseñó desde el principio y como se ha disertado en los grandes tratados.[2]
Los gatos siempre me han caído mal. No se si es su ronroneo o su pasividad lo que más me molesta. De pequeños son juguetones pero ya que crecen, sólo están allí, gordos e inútiles. Los alumnos llegan al seminario con sus gatos amarrados, no hacen nada pero ahí están; sin saber porqué, creen que deben tenerlos ahí. Sus pastores les dijeron que debían mantenerlos, su denominación les transmitió que así debía de ser. Así, en la clase hago que se cuestionen el porqué mantienen y alimentan a los gatos. Algunos alumnos están muy encariñados con sus gatos, incluso juegan con ellos, en realidad disfrutan de sus mascotas gatunas. Por eso es difícil que se deshagan de ellos. Pero es mucho más fácil dejar ir a los felinos que al pájaro.
Lo malo es que, suele pasar, los gatos siempre regresan, de una forma u otra. A veces se da que el alumno al dejar ir a su gato negro, consigue en su lugar uno gris o amarillo. También llega a ocurrir que se enojan contra sus pastores o denominaciones, pero ¡hey!, también a ellos les enseñaron así, no hay que ser tan severos con ellos. Mejor habrían de molestarse consigo mismos por no preguntar antes el porqué debían amarrar al gato. Y luego ocurre también que al ver al pájaro volar y despedir al gato, se sienten despojados de lo que tenían, arremeten contra el profesor y casi reniegan de su fe.
Pero bueno, así es esto del pájaro, los gatos y la teología. El pájaro vuela. Los gatos van y vienen de vez en cuando. Y el quehacer teológico se debe seguir cuestionando porqué se enjaula al pájaro y amarran los gatos.
- Alves, Rubem. (2009). La niña y el pájaro encantado. En Cantos del pájaro encantado. Sobre el nacimiento, la muerte y la resurrección del amor (61-64). México, D.F.: Dabar.
- De Mello, Anthony. (1982). El canto del pájaro. Salamanca, España: Sal Terrae.