Pues bien, para hablar de las vivencias de un seminarista hay que empezar por el llamado. Varias veces me han preguntado cómo es que supe que Dios me llamó a servirle. La pregunta viene de diferentes tipos de personas pero principalmente de jóvenes con interés genuino de servir al Señor. La verdad es que no se puede explicar del todo.
Algunos quieren escuchar la voz audible de Dios llamándoles por su nombre como en el caso de Samuel, a quien Dios le llamó por su nombre en cuatro ocasiones (1 Samuel 3). Pero ninguno de todos los que conocí de diferentes generaciones (entre 2004-2011) y de países distintos (de E. U. A., México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Venezuela, Colombia, Ecuador, Brasil, Bolivia, Perú, Argentina, Corea, España, Curazao, República Dominicana, Cuba, etc.), tuvieron un llamado audible de parte de Dios. Quizá habrá quien así le haya sucedido, pero, repito, yo no conozco a ninguno. Pero si el llamado es audible o algo totalmente interno, es lo de menos; no porque la voz de Dios sea audible para uno su llamado será mejor que el de otro a quien le llama en su interior.
Otros desean que su iglesia o su pastor sean medios por los cuales Dios les llame. Quieren que los otros hermanos les echen flores por lo bien que hacen las cosas: “Ay, te deberías ir al instituto bíblico” o “deberías meterte al seminario”. Otros van al seminario para ganarse una posición de poder o fama en la Iglesia. En una iglesia en el DF se ha puesto de moda que todos los chavos in, se metan a su instituto bíblico, y allí va la crema y nata de la sociedad, muchos se inscriben tratando de ser parte de esa élite. Cuidado. Si tu decisión se basa en los elogios de los demás o para ganártelos, podrías terminar un tanto chamuscado, como los que construyeron con heno, madera u hojarasca y cuando vino la prueba de fuego se consumió su trabajo, su labor, su ministerio quedó hecho cenizas (1 Corintios 3:12-15). Entonces, mejor pregúntate cuál es tu motivación para hacerlo. Conocí a un chavo en el seminario que estaba allí no porque así lo quisiera realmente, sino porque su papá era pastor y porque ya tenía iglesia dónde trabajar; como si el pastorado fuera una labor de generación en generación, algo así como los levitas, o como si la iglesia se heredara.
No hay una sola manera en la que Dios llama. En mi caso, tuve el privilegio de nacer en un hogar cristiano, tanto mi papá, Joaquín, como mi mamá, Rebeca, me inculcaron desde pequeño el temor del Señor. Me educaron no para servir a Dios como pastor, sino en todo lo que hiciera. Crecí viendo a mi papá orar en las mañanas, de rodillas, intercediendo por nosotros y por los hermanos de la iglesia, vi también como mi mamá siendo doctora atendía con amor y de manera ética y profesional a sus pacientes y no perdía la oportunidad de compartirles el Evangelio; y hasta la fecha aún lo hacen, son un matrimonio que ama y sirve a Dios. Ciertamente la devoción al Señor de ambos dejó su impronta en mi vida y en la de mi hermano Lem. Recuerdo que en reuniones familiares, mi papá y mis tíos, que son pastores, se sentaban a platicar cosas de la Biblia, de doctrina, de la Iglesia, eso me resultaba fascinante; había veces que prefería permanecer con ellos, sentado a la mesa y escuchar sus pláticas teológicas, que irme a jugar con mi hermano y mis primos. A los 7 u 8 años ya tenía esa inquietud por conocer más de aquellas cosas que platicaban los pastores.
Más tarde en mi adolescencia me gustaba servir en la Iglesia. Lo hice de diferentes maneras: como ujier (el que da la bienvenida a la gente que llega a la iglesia, les busca lugar, y les atiende), tesorero en la “sociedad juvenil”, limpiando y arreglando el templo, estuve en agrupaciones cristianas organizando conciertos, congresos, campamentos, grupos de estudio bíblico, programas evangelísticos, pero ninguna de esas actividades me llenaba tanto como la enseñanza de la Escritura, lo cual obviamente no hacía bien. En cierta ocasión tenía que exponer un tema con los jóvenes, le dediqué mucho tiempo, “estudié”, lo “preparé”, según yo, bien. Le llevé mi manuscrito a mi papá para que le diera el visto bueno. Lo leyó y cuando le pregunte que cómo lo veía, me dijo, tan apacible como él es: “Está bien… como tú no sabes.” Esa respuesta tiró por tierra todo mi orgullo y fue lo mejor que pude haber escuchado de mi papi –de vez en cuando platicamos y lo recordamos riéndonos. Quizás allí fue cuando me di cuenta de la necesidad que tenía de prepararme adecuadamente para enseñar la Escritura. Todo aquello fue avivando el deseo de servir al Señor, todo aquello fue mi llamado.
Pero también lo fue el no quedar inscrito en la carrera que deseaba, Diseño y comunicación visual. Era un rotundo fracaso para mí. Algunos podrían decir que me fui al seminario porque no entré a la universidad, pero no fue esa la razón. Tenía la opción de estudiar otra licenciatura, la de Diseño Industrial, ¡guácala! No pude aguantar ni un semestre y me salí. Trabajé en ventas y en una librería. Se pasaron 4 años volando. Mi papá me insistía en que entrara a la universidad, que acabara una carrera, que obtuviera una licenciatura, pues él siendo pastor sabía lo difícil que era proveer para la familia dependiendo sólo del ministerio. ¡Ah!, pero yo, terco. Quise irme así, con la idea muy evangélica de “Dios proveerá”.
Solicité la beca Walton, la ofrecen los dueños de Wal-Mart quienes expresan abiertamente su fe cristiana, para irme a una universidad en Arkansas pero no la obtuve. Le pedí a la iglesia donde nos reuníamos apoyo económico; después de varias “juntas de negocio” aceptaron apoyarme con ciertas reservas. Al mismo tiempo envié mis documentos al instituto bíblico y allí me aceptaron.
Fue durante ese tiempo que tuve un sueño: Me encontraba como en una corte, una sala amplia, abierta al aire libre con bancas de madera, y a la derecha ¡había una gran guillotina! Estaba siendo enjuiciado. Me tenían al frente, siendo exhibido ante mi familia y amigos. Se me pedía que rechazara mi fe en Cristo, pero yo no lo hacía. El inquisidor me trataba de persuadir con varias palabras, yo me mantenía sereno, tranquilo, a pesar de las amenazas de muerte. En eso, empezaban a arrojar fotos de mi familia, de mis papás, de mi hermano, de mis tíos y primos. El verdugo me decía: “Eso es lo que perderás.” Veía las fotos y pensaba en el dolor de ya no poder verlos más, de no estar con ellos, levantaba la vista y los veía, ellos lloraban. Mis ojos también se rasaban con lágrimas, poco a poco mi vista se nublaba, yo lloraba y sollozaba por ellos, pero aun así no cedía a su demanda. Mi fe se mantenía firme. Entonces desperté temblando, con lágrimas reales, tranquilo, con paz, y decidido a seguir el llamado de Dios. Conté mi sueño a mi familia. Un primo que es psicólogo me dijo que era la expresión de mi subconsciente ante la difícil decisión que estaba tomando. También creo que en parte era signo de aquello que pide Jesús de sus discípulos: el seguirle a él sobre todo, incluyendo la familia (Mateo 10:37s; cf. 19:29s).
Así fue mi llamado, gradual, interno, subjetivo, y sí, místico. Pues, ¿quién puede decir que el llamado de Dios no es misterioso, sobrenatural o metafísico? Como dije, el llamado no es fácil de explicar. Pero uno, el que es llamado por Dios a su servicio, lo sabe en lo más profundo de su ser. Durante todo ese tiempo, desde los 8 años hasta los 21, mi deseo de servir al Señor fue desarrollándose, creciendo, madurando a través de pequeñas prácticas y pruebas: la falta de solvencia económica para irme al seminario, sospechas y críticas de parte de hermanos, el pasar del tiempo y el desánimo. Pero llegó el día, estando en la Central Camionera del Norte, con mi papá, mi mamá, mi hermano, mi primo Samo (quien tomó la foto de arriba) y amigos que habían ido a despedirse, por fin me iba, respondiendo a aquél llamado que hoy puedo decir fue como el de Jeremías, desde el vientre de mi madre.
Tal vez, eres el único en tu familia en ser creyente, y si has sido llamado para servir a Dios tendrás que tomar la decisión de dejar a tu familia a pesar de su oposición... eso si eres chavo, si eres padre ni se te vaya a ocurrir dejarlos, ¿eh? Tu pastor e iglesia podrán apoyarte pero nadie te puede indicar si Dios te ha llamado o no. Sólo tú lo puedes saber. Y si ya sabes que Dios te ha llamado se sabio: Si aún no terminas tus estudios, de preferencia obtén una licenciatura primero, te lo dice alguien que fue necio en cuanto a ello y que hoy pasa dificultades económicas; si ya eres casado, ahorra dinero para llevarte a tu esposa y a tus hijos si aún no son adultos, no puedes irte al seminario solo, no funciona así. Es difícil pero se puede. Si Dios te llama, responde.
Si tienes preguntas al respecto puedes escribirme para platicar de ello. Y si Dios te ha llamado, ¿por qué no nos platicas cómo fue? Será bueno conocer tu experiencia.
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